Aprendí a vivir en la miseria


El día amaneció como uno más de tantos otros. Una mañana invernal, fría y de color gris sucio. Un desapacible día de enero en Madrid. El termómetro de la marquesina de la parada de los autobuses marcaba -3ºC y eran las 09:00 a.m.
Como todos los días, nada más despertarme saludaba a mi leal compañero de fatigas, Capitán. Así llamaba yo a mi perro. Le puse este nombre en homenaje a un can argentino que, habiendo muerto su dueño, permaneció durante diez años junto a su lápida haciéndole compañía y esperando un regreso que, irremediablemente, no se produjo.
Odiaba el invierno, era la estación que más temía, la más dura y ardua de combatir. Pasábamos mucho frío; los cartones y las mantas apenas nos guarecían, y ambos nos abrazábamos para darnos calor.
Dormíamos muy cerca de un instituto, en el soportal de la entrada a un local que estaba en espera de ser alquilado y cerca de un parque al que acudía cada día para asearme y lavar los platos y cubiertos. Algunas mañanas sentíamos el calor de los chicos que estudiaban allí y que nos obsequiaban; a mí con un termo de café caliente y a Capitán con halagos y caricias acompañadas de latitas de paté, por parte de sus madres.
A veces, conversando con ellos, les decía que, aunque el frío duela, hay vida en nuestros sueños porque cada día es un comienzo, una nueva batalla que ganar y de la que salir ileso. Una lucha para sobrevivir y ser más fuerte. Luego, a solas, con la mirada perdida, me envolvía en mis pensamientos. “Qué triste ser pobre”. Dar lugar a que sientan lástima por ti, pena, o lo que es peor, asco y desagrado. Tener que vivir de la caridad de la gente buena. Y una vez más me arrepiento de cómo llegué a esa situación. “Las malas compañías, las deudas, mi mala cabeza”…
Pero aprendí a vivir en la miseria. Conforme pasaban los años, como cualquier persona, de cualquier condición, me buscaba una seguridad, una estabilidad, unas veces me duraba más y otras menos, pero he de reconocer que tuve suerte. Con el pasar del tiempo, lo que a ojos de otros era ruindad, para mí era mi vida, y a mi manera me encontraba bien conmigo mismo y con mi Capitán.
La compañía de los chavales me enorgullecía y me sentía bien; me aceptaban, no les producía indiferencia y escuchaban con interés mis historias; unas veces reían y otras se emocionaban.
Un día encontré unas hojas de periódico en el suelo y un titular me llamó la atención: “El 29% de los niños madrileños se hallaban en riesgo de pobreza”. Aquella noticia me afectó. ¿Cómo podía ser posible?, se me hacía impensable que ese porcentaje tan alto pudiese afectar a personas tan inocentes y frágiles. Y esa cifra -decía el periódico- iba en aumento.
Con aquellas páginas en mi mano, sentado en un banco, recordé unas palabras de José Mújica, en torno al verdadero precio de las cosas: “La única que no se puede comprar es la vida. La vida se gasta”.
Perboral

