Etgar


Mientras leo unas ideas que, sobre la noche, (d)escribe García Montero en “Completamente viernes”, tomo de la cabecera de la cama otros dos libros que de vez en cuando me miran dignos y esquivos.
Decido llevarme el de Etgar Keret a mi biblioteca, una vez caigo en la cuenta de que ya lo he leído tres veces y de que sus casi seiscientas páginas ocupan mucho espacio en la estantería de la cabecera, privando de presencia y oportunidades a alguno de los más de sesenta ejemplares que tengo sin acabar.
Se trata de “Un libro largo de cuentos cortos”, o así al menos lo quiso titular el encargado de ese negociado en Siruela, entidad que sin duda tuvo que elegir entre respetar el título original (“The Nimrod Flip-out, Missing Kissinger, Kneller´s happy campers,Suddenly a knock on the Door”) o vender algún ejemplar en España.
Por algún motivo, seguramente relacionado a partes iguales con la ley de la gravedad y con la torpeza propia de estarme levantando de la cama, el libro estuvo a punto de caer al suelo. Lo pude coger casi al vuelo, y quedó abierto por una de las páginas cuya esquina había yo doblado en su momento. Me paré a ver a qué pudo deberse esa doblez esquinada y leí esta frase, que justifica en sí misma la lectura del texto completo:
“Su bar se llamaba Gin, que es a la vez el genio que Aladino liberó de su lámpara maravillosa y esa bebida que las chicas y los gilipollas que tienen miedo del whisky mezclan con tónica”
Me he tenido que reír, claro, y he recordado por qué en su momento pensé en Etgar Keret como en una versión alegre de Raymond Carver en Tel Aviv.
David Gale

